Ya hemos comenzado el curso en los diferentes mares. Al ser el primer año de la nao de Boecillo, vamos a compartir un ejercicio de una ola de allí para vuestro disfrute y comentarios.
La tía Querencia
Ayer recordé el día en que la tía Querencia perdió la cabeza. Aquel día entré en la cocina y me la encontré sentada en el taburete con las manos en el regazo, sobre el delantal. La verdad es que solo estaba sentado su cuerpo, de la cabeza no había ni rastro. Esa cabeza, que parecía una patata arrugada coronada por una mata de pelo largo, que ella se teñía con tinte de hulla, no estaba sobre sus hombros, pero tampoco la había dejado apoyada en la encimera ni colgaba de los ganchos para el embutido como las otras veces. Ya se lo decía mi madre, la su hermana: «Queren, pon los pies en la tierra, que cualquier día pierdes la cabeza, mujer».
«Tía, ¿dónde está su cabeza?», grité. Ella no contestó. Me sentí estúpido. Claro, ¿cómo iba a responder si no tenía orejas para oír ni boca para hablar? Me acerqué a ella y le apoyé una mano sobre el hombro, suave, no quería asustarla. Ella, su cuerpo, dio un respingo, pero pronto se tranquilizó cuando me tocó los dedos y comprobó que era yo y no cualquier desaprensivo o bandolero que hubiera entrado a vaciarle la despensa. Con unos golpecitos que parecían los brincos de un saltamontes, llevó la mano a mi cara y me hizo una mamola. Era su sobrino preferido. Bueno, era su único sobrino. Pero siempre me quiso mucho, lo sé. Después empezó a gesticular con las manos como si fuera la Lola Flores, o como si espantase un moscón inexistente. Entendí lo que me quería decir: que encontrase la cabeza, que tenía un montón de cosas que hacer. No había tiempo para estar allí parada, a la sopa boba. Así me dijo, hablando con las manos, o eso interpreté yo. Solíamos jugar a hablar con las manos cuando yo era guaje. De modo que, después de revisar la alacena, salí al pasillo a buscar la cabeza perdida. Eso sí, antes apagué la luz de la cocina, que poco la necesitaba, y dejé al cuerpo de la tía Queren allí sentado. A la luz del horno se me asemejó a una garrafa de vino a la que le hubieran quitado el corcho.
Recorrí la casa varias veces, de arriba abajo. La cabeza no
apareció. Y de verdad que no era tan grande. La casa, claro, aunque la cabeza
tampoco. Miré en la habitación, incluso en el armario y debajo de la
cama. Entré en la salita, lo revisé todo y, al final, levanté el cojín del sillón
donde le gustaba sentarse a ver la telenovela. Allí había encontrado otras
veces monedas perdidas, galletas u otros restos de comida. En una ocasión,
hasta apareció un álbum de cromos de El capitán Trueno, que creía que mi madre
había tirado. Nada, tampoco estaba allí la cabeza de la tía. Removí la
estantería de los libros del abuelo (menuda polvareda monté) y abrí todos los
cajones habidos y por haber, sin resultado. Un poco avergonzado, llegué a mirar
dentro del váter por si se le había caído después de estar un rato sentada
haciendo fuerza. Nada.
Estaba ya por tirar la toalla cuando me llegó un olor a pelo quemado y vi que un humo grisáceo gusaneaba por el techo del pasillo. Venteando el aire y siguiendo el zarcillo de hollín cual perro pachón, llegué a la cocina. A mi tía casi ni se la distinguía en medio de la humareda. Con los ojos llorosos y la nariz goteando del picor, me di cuenta de lo que pasaba. Abrí el horno y saqué la cabeza. Me quemé, pero mereció la pena. De la fabulosa mata de pelo de mi tía no quedaba nada, había ardido en un fuego avivado por el combustible del tinte que usaba. Aun así, la cabeza estaba más o menos intacta, aunque olía a churrasco y parecía una patata asada. Una vez remojada bajo el grifo, se la enrosqué con mucho cuidado y, ¡tachán! Mi tía se deshizo en besos y abrazos hacia mi persona, su sobrino preferido, y acto seguido se puso con la comida, que tenía mucha tarea.
Nunca le volvió a salir
el pelo, se pasó el resto de su vida alternando pelucas de Harpo Marx con
pañuelos a lo doña Rogelia.
Recuerdo a mi madre, que me decía siempre: «Leo, pon los pies en la tierra, que estás en Babia. Cada vez te pareces más a la tu tía». Qué razón tenía la pobre. Ayer me acordé de cuando la tía Querencia perdió la cabeza. Sí, ayer, después de perder yo la cabeza mientras estaba embobado pensando en las musarañas. Y sí, la he buscado hasta en el horno, pero todavía no ha aparecido.
Daniel