Una de las olas de este mar tomó prestado el título nada menos que a Buero Vallejo para escribir este ejercicio sobre la creación de personajes y descripciones. Os dejamos su texto por aquí para que hagáis los comentarios que os apetezcan.
HISTORIA DE UNA ESCALERA
Recuerdo, como si fuera hoy, el día que llegamos a nuestro piso de Argüelles. Tendría unos cinco años casi recién cumplidos. Después de un cansado viaje desde Cádiz, llegamos con un cargamento de maletas que llenaba casi toda la amplia acera. Plantado delante del portal, me quedé boquiabierto mirando el enorme portón de hierro y cristal que teníamos que atravesar para entrar en el edificio. Me pareció la puerta de un palacio, pues estaba lleno de hierros retorcidos que formaban figuras imposibles. Coronando la puerta estaba escrito «treinta y siete» en números romanos. Era de cuatro plantas, con muchos balcones a la calle principal.
No creo que pudiera ayudar demasiado a mis padres con las maletas, pues el baúl más pequeño era de mi altura. Nos abrió un hombre bajito, arrugado y muy delgado, que vestía una gorra gris de plato, traje del mismo color, camisa blanca y corbata negra. Resultó ser el portero. Tenía una enorme nariz que parecía postiza y, debajo, un bigote recto y fino como un desfile de hormigas bien alineadas.
—Usted debe de ser el teniente Buero, ¿verdad? Soy Rogelio Fernández, para
servirle a usted, el portero de esta finca y su humilde servidor. Don Leonardo
le pide disculpas por no recibirles en persona, pero unos asuntos urgentes de
última hora le han obligado a iniciar un viaje de dos días —dijo ceremonioso el
hombrecito—. No tengan cuidado, me dejó las llaves de su piso. Pasen, por
favor, que yo me ocuparé del equipaje.
Dentro ya del portal encontramos un recibidor relativamente amplio y,
subiendo un par de peldaños, dos puertas batientes que daban acceso a otra
estancia mucho más grande y alargada. En mitad de esta, un par de sofás
enormes. La boca se me habría cada vez más, sorprendido. Miraba hacia el techo,
el más alto que jamás había visto. Parecía un cielo con molduras imposibles y
dos lámparas enormes que iluminaban la estancia. Mi madre se agachó para darme
un beso, pues me veía muy emocionado.
El ruido a metal de unos engranajes llamó mi atención. Provenía de una
puerta con botones de colores. Se veía cómo desde arriba una enorme caja
metálica bajaba hasta el suelo. Aquello me pareció extraordinario: el primer
ascensor que había visto en mi vida. Me quedé embobado al comprobar que de la
puerta salían dos señoras bien vestidas, con sendos bolsos en ristre, y se
dirigían hacia la salida del portal. Mi sensación fue como ver una
teletransportación en directo.
A la izquierda del ascensor arrancaba una amplia escalera de escalones
bajos y desgastados, de un mármol blanco poroso. Miré hacia arriba para ver
hasta dónde llegaba y me parecieron las escalinatas mágicas de los cuentos. Al
otro lado del ascensor había otra puerta, no tan alta, con un cartel que ponía «PORTERÍA».
En ese mismo instante se abrió la puerta y apareció una joven sonriente, con el
pelo recogido en un moño italiano. Llevaba un vestido tan ajustado que su
escote rebosaba a carne abierta.
—Buenos días, señores. Bienvenidos a esta su casa. Mi nombre es Dolores, y
a mi marido ya lo han conocido. Además de portero de esta finca es sereno en
Carabanchel Bajo. Después subiré a su nuevo hogar, señora, por si puedo
ayudarle en algo. Los traslados de casa son laboriosos. Cualquier cosa que
necesiten, siempre estamos a su servicio.
Decidí arriesgarme y subir por las escaleras y, sin pedir permiso, arranqué al trote. Me agarré a la barandilla robusta de madera noble y fui subiendo sin mucho esfuerzo hasta el primer descanso que había entre los dos pisos. Desde allí pude admirar la estructura del ascensor. Estaba encerrado en una caja cuadrada de rejas tan alta que se perdía por el enorme hueco de la escalera hacia arriba. Creo que mi madre estuvo largo rato llamándome. Yo, tan absorto en mis descubrimientos, ni me enteré.
El caso es que pronto nos habituamos al nuevo piso, al barrio. Estaba
encantado con todas las sorpresas de nuestra nueva casa.
Todavía tardé en empezar a ir a la escuela, pues no tenía la edad. Mi mayor
entretenimiento consistía en que, cuando podía, me escapaba al rellano para
espiar por el hueco de la escalera. Como mi madre estaba siempre liada con sus
costuras, no me costaba demasiado sortear su vigilancia, dejar una silla como
obstáculo para que no se cerrara la puerta principal y salir a inspeccionar.
Hasta el ascensor llegaba la barandilla y me sentaba dejando descolgar las
piernecitas en el vacío; me agarraba con las manos a las barras y metía la
cabecita entre los barrotes para mirar hacia abajo.
Pronto descubrí lo divertido que era el ajetreo que se formaba en el
vecindario a primera hora de la mañana, cuando la mayoría de la gente iba a
trabajar. Coincidían muchos en la salida. Algunos optaban por el ascensor,
salvo los del primero, que rara vez lo hacían, pues tardaban más en esperar al
ascensor que en bajar por las escaleras hasta la calle. Había cuatro puertas en
cada piso; sin embargo, no había muchos pisos con niños con los que yo pudiera
jugar, pero eso nunca me importó demasiado.
Mi jornada de vigía empezaba con la salida de mi padre para trabajar. Como
yo siempre he sido muy madrugador, salíamos mi madre y yo a despedirle a la
puerta. Mi padre, con su traje elegante de militar, bajaba impecable andando
por las escaleras. Desde arriba le tirábamos besos, que recogía con habilidad
simulando que los guardaba en el bolsillo. Hasta que llegaba a la planta baja y
allí le esperaba la salutación reverencial del portero, con su gorra de plato y
su uniforme habitual.
A mi padre le seguían todos los días, en el mismo orden, estos vecinos: el
arquitecto del primero D; la telefonista del segundo B y las hermanas maestras
que vivían en nuestro piso, pero en la letra A. Algunos días, a esa primera
hora, también aparecía Dolores regalando alegría matutina a los vecinos
madrugadores.
Me gustaba ver las manos que seguían el pasamanos formando una espiral en
su bajada. La segunda concurrencia del día era en torno a las nueve de la
mañana: la salida de los niños a la escuela. Los primeros eran siempre los
trillizos del primero, que salían en tropel a voz en grito exasperando a su
pobre abuela, que los tenía que acompañar hasta su colegio. Después, el resto
de los infantes, sin ningún orden.
Pero a las nueve y veintitrés llegaba puntual el momento más emocionante
del día: don Andrés, el abogado que vivía encima de nosotros, pulsaba el botón
de llamada del ascensor y comenzaba ese sonido del engranaje perfecto. La rueda
hacía subir el cable estante que sostenía el ascensor hasta el cuarto piso.
Paraba abruptamente y el abogado, con cierta parsimonia, hacía sonar el clic de
la apertura de la puerta y las dos de las puertas de seguridad interiores. Pulsaba
el botón de nuevo y las ruedas se ponían en marcha para hacer bajar la caja del
ascensor hasta el bajo.
Sobre el mediodía solía salir, para dar el paseo matutino, la señora
marquesa doña Urraca. Esta escuchaba indiferente las halagadoras palabras con
que le obsequiaba cada mañana Rogelio, el portero, mientras se adelantaba para
abrirle las puertas a tan egregia señora.
Cuando aprendí a escribir, comencé un pequeño diario de los movimientos de
la escalera del vecindario. No creo que mi madre se enterara de mis salidas
continuas para tomar nota de la actualidad ascendente y descendente de las
escaleras. Anotaba el día, el mes, el año y comencé a apuntar también las
horas, las incidencias, las variaciones. Había una señora mayor, doña Rogelia,
de la que poco sabíamos, salvo que espiaba a través de la mirilla de su puerta
los movimientos del vecindario cada vez que escuchaba pasos por su rellano.
Descubrí que la chica repipi del primero B y el chavalito del segundo C se
encontraban a escondidas en el descanso de la escalera, entre los dos pisos.
Veía como entrelazaban las manos, apoyadas sobre la barandilla, y después
desaparecían en la oscuridad envueltos en sonidos indescifrables, parecidos a
los gemidos de los gatos.
Algunas veces veía desde arriba, en el hueco de la escalera, a la mujer del
portero, quien, a sabiendas, se encontraba con algún vecino para departir sobre
cualquier cosa o sobre las noticias. Como siempre se exhibía generosa, se me
ocurrió que desde mi altura podía tirarle miguitas de pan para ver cuántas
podía encestar en su escote. Algunos días, al darse cuenta de mi buena puntería
(no siempre me daba tiempo de esconderme sin que descubriera al culpable del
lanzamiento), miraba hacia arriba con celeridad y me pillaba infraganti. Con la
cara encendida, comenzaba a mover la cabeza simulando enfado.
—¡Míralo al niño, qué picarón! Como suba ahí, ya verás. Se lo contaré a tu
padre cuando lo vea.
Hacía tiempo que mi padre había vuelto a fumar y antes de dormir cogía el
abrigo y salía a la calle a pasear y echar un par de cigarros antes de
descansar. Nunca le vi coger el ascensor para bajar. Sí lo hacía para subir a
casa. Yo, aprovechando que mi madre estaba recogiendo la cena, un día salí como
el espía profesional que era para ver cómo salía a fumar mi padre. Veía cómo se
colocaba los guantes, cómo se deslizaban sus manos robustas por el pasamanos...
Y, al llegar a la planta baja, aquel día debió de distraerse, pues en lugar de
salir en dirección a la calle continuó hacia la portería. Pensé que cuando
subiera tenía que advertirle de su error, pero inmediatamente me di cuenta de
que estaba en misión secreta y no podía desvelar la voz de espionaje.
A los dos días volvió a confundirse de dirección. Estaba convencido de que
la portera le estaba contando a mi padre lo de las miguitas de pan. Con el
susto en el cuerpo, dejé en este punto mi labor de seguimiento nocturno, no
fuera que encima me descubriera mi padre espiándole. Es cierto que Dolores
desde entonces comenzó a portarse mucho más cariñosa conmigo. Cuando me
descuidaba me estrechaba con los brazos contra su generoso cuerpo, casi hasta
la asfixia, y me pellizcaba los mofletes mientras me decía:
—¡Ay, qué guapo es mi niño Antoñito!
Comoquiera que ya había aprendido a escribir con cierta fluidez, empecé a
inventarme escenas basadas en mi experiencia como investigador privado de mi
escalera. Casi he terminado todo el cuaderno de anotaciones. Tengo que
acordarme de pedirle a mi madre que me compre otro nuevo.
El caso es que, en las últimas semanas, la situación en casa ha cambiado. Desde el día que los escuché discutir a mis padres en la habitación de al lado, las desavenencias han sido continuas. Han intentado disimular, pero mi olfato investigador nunca me ha fallado. No me han dado muchas explicaciones, pero estamos ahora de nuevo invadiendo la acera con todo nuestro equipaje, esperando a que la furgoneta de mudanzas nos traslade a una nueva casa. Rogelio nos ha ayudado, como siempre, con el equipaje y ha salido al portal a despedirnos disculpando la ausencia de Dolores, pues se encontraba indispuesta. Echaré siempre de menos este edificio y, en especial, mi escalera. Han sido unos cuantos años maravillosos en los que aprendí el oficio de pequeño detective.
Mi madre me dice que la nueva casa tiene también ascensor y un patio interior donde juegan los niños. Creo que lo dice para animarme. Estoy triste por un lado, pero empiezo a pensar en las nuevas aventuras con las que podré llenar mi nuevo cuaderno de escalera.
Víctor Lorenzo Negro
.jpg)


